Hacer un viaje no es solo llegar a un destino, tener como fin el alcanzar una meta que te propones, olvidar el camino que te ha llevado, tomar una ruta y rellenar etapas. Fuera de los caminos, quizá aislados por ellos, están los verdaderos viajes, las zonas que nadie transita y que satisface descubrir. Aquellas zonas que parece que nadie ha pisado desde hace años, dónde nadie te ve y dónde no ves a nadie. Lugares donde no es tanto el esfuerzo físico para llegar como el esfuerzo mental de salirte de la senda por la que todos transitamos.
El viajero se recrea en el camino, observa, se enriquece de lo que ve, de lo que oye y de lo que intuye pero no se deja ver. De las gentes que se cruza, de sus saludos o de los pensamientos que le dejan durante unos pocos metros recorridos después. No se debe viajar por viajar, hay que tener una razón, cualquiera vale, pero hay que tenerla y justificar con ella el viaje: conocer, divertirse, descubrir, encontrar y encontrarse; nunca solo para cansarse, aunque el cansancio del viaje es gratificante.
Julio Llamazares, escritor y viajero tenaz, desgrana en un diálogo de su libro “El río del olvido” el sentir de muchos emigrantes al comparar que su pueblo era un lugar donde no llegaba el espejismo del bienestar que ofrecen las ciudades. El tiempo en volver al pueblo se hizo más corto con las infraestructuras y se fueron pensando que quedaba al alcance el compromiso volver.
-¿A Valdorria? -repite el viajero, incrédulo, pues subió una vez de niño y le cuesta imaginar que hasta allí lleguen las máquinas-.
-A Valdorria, a Valdorria insiste el hombre, no sin cierto escepticismo en sus palabras. Ya ve usted -le dice, apoyándose en la barra- . Ahora que ya se han ido casi todos es cuando se acuerdan de hacerles la carretera.
-A lo mejor, es por eso – dice el viajero con sorna, bebiendo un trago de su cerveza y apoyándose también en el mostrador—: para ver si se marchan los que todavía resisten.
Los pueblos de alrededor de las grandes ciudades que todavía no se han convertido en parte de ellas, viven bajo la amenaza de contaminarse de la cotidianidad ciudadana, de sus vicios, de sus costumbres, de su idioma. De perder el acontecer de sus días, el encanto del paisaje; el disfrutar de la tranquilidad, del esfuerzo, de las conversaciones, del tiempo que sobra…
La contaminación de la que muchos huimos no son solo las prisas, la sobre-iluminación artificial, el ruido y el humo de los coches, también es llevar al campo y a los pueblos una mentalidad y una forma de vivir de la que queremos escapar.