De camino a buscar aragonitos descubrimos la antigua fábrica, sus grandes pozos, el laberinto de piscinas y muros en medio del páramo, cerca de un pueblo deshabitado.
Pocas cosas abundan tanto en el mundo, basta un poco de océano y otro poco de sol para que se precipite, se seque, brille y nos permita condimentar o conservar un alimento. Imaginamos que el fuego y la sal sirvieron en la primera cocina del mundo para que cualquier cosa recolectada o cazada, cebolla o gusano, antílope o pescado, yerba o raíz sufriera el milagro de la transustanciación, pasar de ser un anodino alimento a convertirse en una sabrosa golosina.
Recordamos que aquí una vez hubo un mar, pero el calor de nuestra estrella y los milenios, las hecatombes geológicas y los pliegues de la tierra hicieron que se fuera el agua y que quedase tan solo un enorme mendrugo de sal de cuatrocientos metros de espesor enterrado en lo hondo. La rarísima fauna que vivía en esas aguas se hizo piedra o petróleo, fósil o nada. Aparecieron por encima bosques de helechos, libélulas gigantes y luego iguanodontes y luego cinodontes y muchos luegos después un hombre aterido y hambriento o una mujer o un niño que cazó con la honda o el arco o la lanza de sílex alguna alimaña pequeña, tal vez un gazapo o quizá un bisonte, e hizo fuego. Mientras tanto, la carne ensangrentada, sin la piel, descansaba en el suelo, encima de esta tierra blancuzca o grisácea o parda o anaranjada pero sobre todo salobre. O tal vez fuera después, con el animal ya muy chamuscado, mientras reposaba en ese suelo y cortaban pedazos para aplacar el hambre, descubrieron que la tierra salada que ensuciaba la carne daba otro gusto al festín.
Luego las civilizaciones convirtieron esa roca en mercancía, regalo, salario, símbolo y ofrenda a los dioses e inventaron refinados sistemas para sacar esa sal que estaba allí enterrada disolviendo con agua la gema, recuperando la salmuera con norias y dejando secar aquella sopa en piscinas someras. «Además, toda ofrenda de cereal tuya sazonarás con sal, para que la sal del pacto de tu Dios no falte de tu ofrenda de cereal; con todas tus ofrendas ofrecerás sal” dice el Levítico 2:13, pero no hay texto sagrado o verso egipcio, hitita, árabe, romano o celtíbero que no cite a la sal y a su magia. Hoy la sal parece que no es nada o que no vale nada, pero sigue siendo todo. Nuestra sangre es salada y necesitamos seis gramitos de sal al día para seguir vivos. Mejor que sea así, impura, con otros minerales, con su yodo.
Recordamos también que en muchas comarcas del interior más del 30% de la población tenía hipotiroidismo. Este gravísimo problema de salud pública no parecía importar demasiado a casi nadie. Salvo a la química Gabriella Morreale que fundó en los años setenta del siglo XX la Unidad de Estudio de Tiroides en el CSIC. Investigó ese bocio endémico e impulsó una solución al problema tan sencilla como las campañas de yodación de la sal. Desde 1990 la OMS recoge en su tabla de derechos el consumo de yodo durante el embarazo y la primera infancia. Sal de mar prehistórico, sal impura, fósil. Gracias Gabriella.
Dejamos atrás las salinas y rebuscamos en los pequeños derrubios de una loma las piedras que hemos venido a buscar. En todos los “gabinetes de curiosidades” de los ilustrados y nobles europeos del XVIII, entre una concha de nautilus, un mechón de pelo de megaterio, una geoda o un diente negruzco de dragón falso se cotizaban los “aragonitos”, uno de los minerales más “españoles” junto al venenoso cinabrio. Por esas fechas bautizó así esta cristalización el alemán Abraham Gottlob Werner porque los primeros pedruscos que analizó venían de Molina de Aragón en Guadalajara (Castilla la Nueva por entonces) los situó por confusión en otra región (Aragón). Pero el aragonito, con su apariencia de joya, no deja de ser un cristal de carbonato cálcico, similar material del que están hechos la cáscara de los huevos, los otolitos de los peces, las conchas de los mejillones o los corales aunque las impurezas y la intersección de sus cristales producen formas curiosas y preciosas de colores rojizos, pardos y violetas. No son diamantes azules ni cuarzos de Brasil, ni rubíes birmanos pero a los ojos del niño que seguimos siendo son el gran tesoro del domingo. Escarbar en un pelado espartal de la España vacía y encontrar maclas y piñas de aragonitos es recuperar el asombro y la maravilla, el perfume y el barro de una pequeña aventura bajo la mirada atenta del aguilucho y el corcino. Luego los regalamos todos. No hay más tesoro que el tiempo y como en la intemperie, en ningún sitio.
Ramón J. Soria Breña
Temporada 4. Capítulo 6 | Salinas y aragonitos de Olmeda |
Fecha de grabación | Febrero de 2022 |
Duración | 3:04 minutos |
Fecha de emisión | 16 de marzo de 2022 |
Localización | La Olmeda de Jadraque, Guadalajara, Castilla la Mancha. España |
Imagen y sonido | Ernesto Cardoso |
Montaje y edición | Ernesto Cardoso |
Opúsculo | Ramon J. Soria Breña |
Música | Ken Hamm |
Tema | Buckbreak |