Seguimos los pasos de Boyton sin su traje de caucho Merriman y su inconsciente valentía. Su épica bajada por el río Tajo, de Aranjuez hasta Lisboa en enero de 1878, en nada se parece a la nuestra en una barca neumática a motor que a veces debemos arrastrar por las escasa corriente que hay en los azudes. Él se asombrará de la cantidad de lobos que había en sus orillas, la fuerte corriente, los embudos y
rápidos, los altos rocosos e imponentes cañones verticales que había esculpido el río en el granito. También de la soledad, lo salvaje de todos los parajes, a pesar de que entonces en sus orillas vivía alguna gente. Hoy, un estío sin lluvia, el calentamiento global y los abusos en los desembalses propician nuestro atrevimiento para bajar este Tajo agonizante sin saber si habrá agua suficiente o hasta dónde.
Hasta mediados de 1950 este río corría libre, bronco y lleno hasta Lisboa. En sus orillas había cientos de aceñas y molinos grandes y pequeños que llevaban aprovechando muchos siglos la fuerza del agua para moler trigo o aceituna, utilizando estos embudos para colocar nasas o redes y atrapar barbos y anguilas. También a comienzos del siglo XX aparecieron las primeras fábricas de luz eléctrica que apenas condicionaban su cauce. Luego comenzaron a construirse los grandes embalses de la cabecera y del tramo medio: Entrepeñas, Buendía, Castrejón, Azután, Valdecañas, Torrejón, Alcántara…
Nosotros recorremos el tramo de Puente del Arzobispo a Berrocalejo, treinta kilómetros de un río que aún corre a veces y que en su silueta de curvas, cañones y arenales aún tiene retazos de la memoria de su pasado libre aunque tenga tan poca agua y tan sucia. Pero en aquel remoto año de 1878 los pocos pobladores de las riberas toledanas y extremeñas del Tajo se asustaron de aquella extraña criatura parecida a una foca pero con cara humana que se dejaba llevar por la corriente. Vivian allí molineros, barqueros, pescadores, huertanos que aprovechaban los diminutos valles y el agua fácil de los arroyos para arrancar a la tierra algún fruto. Aquellas gentes ayudaron y alimentaron con panceta de jabalí y sopas de pan al intrépido capitán Boyton tras pasar tres días interminables recorriendo los peligrosos cañones del río. Nosotros ya no encontramos a nadie. Nunca hubo multitudes en sus difíciles y poco productivas orillas pero hoy ya no queda ni un alma. Las edificaciones molineras aguantan el abandono y las sucesivas recrecidas del embalse, las huertas y olivares apenas se adivinan, convertidos los árboles en esqueletos grises. El duro monte y los granitos lavados siluetean el Tajo dentro de una soledad y una intemperie que parece de otra era y de otro lugar muy remoto.
Navegamos bajo el arruinado puente de la fortaleza de Castros, las Aceñas del Conde, el molino de los Rebollos, el gran molino de los Capitanes, que nos impresiona por su sólida estructura, sus bóvedas y regolfos. El molino de los Arroyos, el molino de Tani y la fábrica de luz casa de los Sacristanes. Eran tiempos de pioneros. En los años veinte Gregorio Rosado construye está “fábrica de luz” con equipos alemanes AEG que dará electricidad a diez pueblos: Valdeverdeja, Valdelacasa, Carrascalejo, Peraleda de San Roman, Berrocalejo, Caleruela… y hasta a Navalmoral de la Mata. A finales de los cincuenta será comprada por una gran eléctrica que cerrará las instalaciones. Luego pasamos la Peña del Águila en la que sale a saludarnos un águila real para honrar de verdad el nombre, docenas de buitres y de garzas, el molino de Máximo en el arroyo del Pozo, El molino de Espejel medio enterrado que pertenecía al monasterio de Guadalupe y donde había barca para poder cruzar a salvo el gran río en una zona de bajíos y arenales que, cuando hay corriente como estos días, limpia el agua y la vuelve casi transparente.
Allá arriba apenas se adivina lo que queda del castillo del Espejel, luego la curva del Barquillo, el vertical salto del Gitano, las Buitreras y el puente del Conde de Miranda del que ya solo se ve la calzada y el pretil, con el más grande de sus arcos, de quince metros de luz, destruido durante la invasión napoleónica para evitar el paso del ejército invasor y ya nunca más reconstruido. Debajo del agua verdosa imaginamos la formidable construcción de más de ciento treinta metros, treinta metros de altura y cinco arcos de medio punto. Por fin llegamos a los riscos de Peñaflor, Peñamochuelo, el espolón bajo el castillo de Alija que abre el horizonte al embalse de Valdecañas y acabamos en el dolmen de Guadalperal, un nombre que evoca frescor y vergel, fruta y sombra. Hoy sólo piedras, pedazos de granito abandonado, olvidada su intención y su símbolo, su voluntad de memoria, de señalar caminos y asombros, descubrimientos y mitos. Arrumbadas, desgastadas, rotas, perdidas, despreciadas, sumergidas por décadas en agua pestilente. Pero a algunos el tiempo contado en miles nos desarma, acostumbrados a pensar que somos los mejores, que el progreso nos salvará, que la flecha hacia el futuro vuela recta, al ver estos indicios, estas ruinas, al imaginar quienes eran, que hacían, cómo vivían y lo mucho que tenían de nosotros, nos damos cuenta que algo parecido, no mucho, quedará de esta era antropocena de maravilla y derroche; pedazos de hormigón, chatarra y plástico, que es lo que se ve hoy en las orillas del embalse. Pero aquí hubo un río rápido, abundante, peligroso, lleno de aguas salvajes, barrancos y cascadas, de peces que volvían al mar y hombres que cruzaban por vados precarios y secretos. Hubo un río bellísimo e intrépido, de crecidas de miedo y agua cristalina. Y al pie de él nacieron civilizaciones y bebieron sus cabras y sus niños, inventaron barcas y sedales de pesca, lugares sagrados con vistas a las estrellas y fuegos mágicos en los que fundir el cobre y contar historias, ver pasar los siglos y bañarse sin miedo en lo profundo… como hizo mucho más tarde el loco de Boyton o mi bisabuelo. Nada queda del río ni de esa gente. Sólo piedras, la cicatriz en el granito que dibujó hace cinco mil años un artista mostrando el antiguo río y sus secretos vados, la bruma de la historia indagando las huellas o la de algún amigo curioso que viene y se pregunta para qué, quién, cuando. Nada.
La codicia de algunos, que no la sequía, ha desvelado de nuevo este lugar inhóspito que una vez era bosque y matorral, horizonte de río grande, hogar acogedor. Hoy lo pisamos con asombro, acariciamos las piedras y nos despedimos de ellas. Sabemos que nada se hará para rescatar el lugar, igual que nada se hace para que el agua, hoy verdosa y sucia, vuelta a estar limpia, corriente y libre hasta el Atlántico. Las lluvias del otoño y la avaricia de quien manda en el embalse ocultarán de nuevo este paisaje, túmulo, templo solar, menhires, crómlech, arqueología subacuática dejada a la desidia y la destrucción, como otros cientos de yacimientos en esta tierra a la que nunca enriqueció ningún pantano. Solo piedras. Pero hay una rara belleza que aún pervive. El rastro de esas vidas en las muescas y dibujos aún parece caliente a pesar del desgaste y de los siglos. Nos alejamos luego, sin mirar atrás, caminamos en silencio largo rato, como quién deja una casa a la que no volverá nunca, como quién cree escuchar el rumor fuerte de un torrente bravo a lo lejos, ese río Tajo que ya no existe.
Ramón J. Soria Breña
Temporada 1, capítulo 21 | Descenso del Tajo |
Fecha de grabación | 22 de septiembre de 2019 |
Duración | 4:09 minutos |
Fecha de emisión | 4 de octubre de 2019 |
Localización | Río Tajo |
Municipio | Puente del Arzobispo, Toledo. Berrocalejo, Cáceres. España |
Imagen y Sonido | Ernesto Cardoso |
Edición | Ernesto Cardoso |
Opúsculo | Ramon J. Soria Breña |
Música | Daniel Agut |
Tema | Al sereno |